Soy “Isabel N”
y esta es la historia de mi tía abuela “Josefina“, quien durante el “Movimiento 68”, resguardó estudiantes en su casa.
Para entonces, mi familia, era la típica familia mexicana grande. Muchos hijos. Muchas hijas.
Muchos tíos.
Muchos todos.!!!
Todos de diferentes edades. Algunos ya adolescentes. Algunos adultos jóvenes.
Días antes del Movimiento 68, uno de mis tíos, Roberto, quien trabaja en el ejército, advirtió a las madres de nuestra familia que tuvieran hijos en edad de asistir a la marcha, que no los dejaran ir.
ya que los militares, tenían órdenes de “disparar” a los presentes, así fueran sus propios hijos.
Algunos, de esos primos y tíos, omitieron la advertencia y asistieron.
Y, las madres, como sabemos que son las madres.
Sólo bendijeron a sus hijos y se quedaron a esperar que volvieran casa.
En un lugar de la Colonia Guerrero, estaba ella: mi tía Josefina, entre esas tantas madres, que se quedó a esperar el regreso de sus hijos.
De pronto, todo se sale de control.
Ella siente que el corazón le da un vuelco y sale a la puerta de su vivienda a ver qué pasa.
Ve muchachos corriendo, huyendo… Algunos heridos, algunos sólo aterrados.
Se sorprende de ver que, en medio del caos, no sólo hay muchachos, sino muchachas (se pensaba que las mujeres no irían o al menos no en la cantidad que fueron en realidad),
había niños, adultos y adultos mayores.
Mi tía Josefina cuenta que notó la diversidad del movimiento, porque esperaba ver llegar a sus hijos.
Cuenta que para ella todo fue tan rápido, tan irreal… De pronto, lo supo…
Supo que si sólo se quedaba a observar, tal vez los rostros que había visto pasar, probablemente los vería nuevamente en un afiche de personas desaparecidas o tal vez si leía algún obituario, pensaría que alguno de esos nombres, correspondía a uno de ellos.
Sin pensarlo más, comenzó a jalar y a guiar personas dentro de su casa. Ella habitaba una vivienda modesta dentro de una vecindad.
La gente no podía darse el lujo de detenerse a pensar si podían confiar o no. Entraban sin chistar.
Hizo entrar a todas las personas que podían caber en su pequeño lugar esperando que sus hijos llegaran y entraran junto con esas decenas de desconocidos. Si no llegaban, deseaba con todo el corazón que otra “Doña Fina” (así le decían en el barrio), estuviera en la puerta de su casa salvando a sus hijos, igual que ella intentaba.
Se respiraba miedo y angustia en el ambiente llenito del olor de la pólvora. Se oían igual, balas y lamentos.
Las miradas tristes y desconcertadas se encontraban en esos pequeños “cuartos“. Se agradecía el pan, el café muy diluido (para que todos alcanzaran) y la vida.
Las horas pasaban, la noche llegaba y las balas no cesaban…
Ya de madrugada, algunos valientes, decidieron volver a sus casas.
Otros se quedaron hasta dos días más.
Entre los refugiados había un niño pequeño, de unos 5 años (Miguel), que sabía que vivía en esa misma colonia, pero no sabía dónde exactamente. Uno de sus hermanos mayores lo llevó a la marcha.
En la corretiza se perdió y alguien más lo tomó de la mano y se quedó en casa con mi tía Fina hasta su adolescencia y en la familia y el corazón para siempre. Aunque después encontró a su familia, fue para él y para ella, su hijo mas pequeño.
Mi tía Fina murió hace muchos años ya, pero antes, hizo más grande la familia y dio una lección de humanidad, solidaridad y fe.
Siguió siendo visitada por aquellas personas que llegaron como desconocidos en un momento de desesperación y se fueron llenos de agradecimiento y con el corazón llenito de familiaridad, de hermandad…
Asistieron al funeral de ella y su corazón lloró junto con el nuestro.
Todos sus hijos volvieron a casa.
Para NR Comunicaciones
Lis Gutiérrez NR ©️